Domingo 23 de marzo de 2008
El día de la elección, todo lo que decían los encinistas sonaba a queja, lamento y tormento. Denunciaban anomalías y trampas que debían ser corregidas. Lucían a un mínimo porcentaje del llanto. Los chuchistas veían sólo limpieza y pulcritud; nada que preocupara; todo ejemplar. Y celebraban haber desayunado pejelagarto.
Por la noche, el juego de espejos; todo se invirtió: Jesús Ortega, el demócrata, sólo esperaba los conteos rápidos contratados que confirmarían su victoria. Había prometido horas antes que los acataría y pedía lo mismo a sus rivales… Pero de la sonrisa pasó a la mueca dura, la mirada desorbitada, el desencanto. El pejelagarto le había indigestado. Las cifras no le favorecían.
Por la noche, el juego de espejos; todo se invirtió: Jesús Ortega, el demócrata, sólo esperaba los conteos rápidos contratados que confirmarían su victoria. Había prometido horas antes que los acataría y pedía lo mismo a sus rivales… Pero de la sonrisa pasó a la mueca dura, la mirada desorbitada, el desencanto. El pejelagarto le había indigestado. Las cifras no le favorecían.
Encinas no cabía en sí de gusto —para quien lo conozca, eso no es
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